Entender (si es posible) la política económica de Trump

Sólo se puede responder al objetivo que establece el título de este artículo ampliando de entrada el discurso a la política interior estadounidense y, sobre todo, a las relaciones internacionales. Pues las medidas económicas propuestas por Trump buscan tanto, si no más, reposicionar radicalmente a EE-UU en un orden político mundial ahora trastornado por el surgimiento de China y otras potencias, como responder a temas de política interior.
Estos dos objetivos se agrupan bajo un paraguas cultural, MAGA (Make America Great Again), que por ahora consigue unificar intereses muy divergentes dentro del electorado de Trump. A menudo se agrupan en tres categorías. En primer lugar, los jerarcas del Partido Republicano. Se han unido más o menos a Trump, viendo en él al hombre capaz de hacer avanzar aún más el programa republicano de reducción del peso del Estado y de los impuestos. Esperan de él una reedición reforzada de la gran ley fiscal de 2017 que ha expirado (que redujo considerablemente los impuestos de las empresas y de los hogares más ricos), una ley elaborada íntegramente por el Congreso y no por un Trump sin experiencia. Están preocupados por el ascenso de China, pero también temen que las decisiones vayan en contra de su visión neoliberal, ya sea en los aranceles y, hasta cierto punto, en la entrada de trabajadores extranjeros.
Menos numerosa pero importante por su financiación electoral y su halo mediático, la esfera tecnolibertaria, representada hoy por Elon Musk pero que ahora incluye a un buen número de gigantes tecnológicos, imbuidos de una visión cósmica donde sus empresas permitirán inmensas aperturas técnicas capaces de cambiar las relaciones sociales, los servicios públicos, el urbanismo, etc., haciendo de la « burocracia » estatal una « tecnología » obsoleta.
Por último y, sobre todo, la base que podemos llamar populista soberanista, el corazón del apoyo a Trump, sensibilizada con el tema de la desaparición de empleos e industrias en sus regiones, opuesta a la inmigración tanto por razones culturales como económicas, que se siente cómoda denunciando a China por robarle sus empleos, y que muestra una actitud ambigua hacia el Estado del bienestar, cuyos servicios rechaza y solicita al mismo tiempo. Una base, por fin, que se adhiere fácilmente al discurso anti-élite hasta convertirlo en un pilar cultural reaccionario, cimentado en torno al logotipo MAGA.
Se considera que esta coalición es frágil y a merced de cualquier revés de fortuna. De hecho, el sector soberanista-populista solo siente desprecio por la élite republicana y odio por los ultrarricos de la Tech, como expresa bien Steve Bannon, el heraldo de este movimiento y un eje importante en la reelección de Trump[1]. Bannon llega a reclamar más impuestos a los ricos, lo que anticipa una oposición hostil durante el debate sobre la ley fiscal. Pero eso sería subestimar la capacidad de Trump para sortear obstáculos y defender las posiciones más contradictorias. Ya ha trastocado la escena política estadounidense y sublimado las diferencias dentro de su electorado situándolas, como todo buen populista, en el plano de una lucha cultural en la exaltación de MAGA. En su discurso, las dificultades de empleo en las regiones industriales se deben únicamente al mal comportamiento de China, añadiendo el argumento del fentanilo que China exportaría, por supuesto, para socavar, al igual que la movimiento woke, la fuerza moral de la población. El hecho nuevo que ha surgido desde su reelección, pero que se podía presagiar por su narcisismo errático, es que no duda en emprender un camino autoritario en cuanto las barreras institucionales fallan.
El riesgo que Trump representa ahora para las instituciones internacionales y su forma de ejercer el poder nos llevan a trazar un paralelo con los años treinta. Pero es más bien el período que va desde finales del siglo XIX hasta 1914 el que hay que evocar, después del gran período liberal que lo precedió. La hegemonía del Reino Unido se debilitaba, las relaciones internacionales se tensaban y el comercio exterior se basaba más en la relación de fuerzas y el soberanismo asumido. Cada gran nación del mundo occidental buscaba asegurar o hacer crecer su territorio. Más que un simple proteccionismo, se trataba de una lucha por conquistar los mercados por la fuerza. EE-UU no fue el menos agresivo, ya que, bajo las presidencias de William McKinley (muy elogiado por Trump) y Theodore Roosevelt, se embarcó en conquistas coloniales. La oposición al orden británico procedía principalmente de Alemania y EE-UU. Las circunstancias históricas hicieron que, unas décadas más tarde, el traspaso de poder entre Gran Bretaña y EE-UU para la hegemonía, y en particular el paso de la libra al dólar como moneda dominante, se produjera sin demasiados problemas. Pero se pudieron medir los trastornos causados en Europa por el fallido intento procedente de Alemania.
También se denomina a la época actual con el término mercantilista. Y con razón. Porque el mercantilismo que prevaleció entre los siglos XVI y XVII no tiene el significado restrictivo que se le da habitualmente de una política centrada en la exportación y, simétricamente, en la acumulación de oro y plata. Más que eso, el mercantilismo fue el esqueleto ideológico de los Estados-nación en proceso de formación en Europa. El reto para el Príncipe era asegurar su territorio y sus fronteras, y para ello constituir una fuerza militar, haciendo de la administración del reino la prioridad por encima de los intereses de los comerciantes y la aristocracia. De ahí surgieron guerras comerciales y, inesperadamente, la Guerra de los Treinta Años.
En este sentido, la política de Trump es mercantilista, al igual que la política china, y con los mismos riesgos. Estos dos países no se repliegan sobre sí mismos, organizan el comercio bajo el régimen de relaciones de poder o, en el caso de China, de una carrera forzada hacia la exportación, muy visible en Chile. Los conceptos tradicionales de la teoría económica (por ejemplo, un monopolio está en una posición de fuerza frente a clientes dispersos) ya no son suficientes. Como mostró Albert Hirschman (1945) en una obra visionaria, ahora hay que utilizar palabras como chantaje, amenaza, sanción e incluso, tal vez, agresión militar. Esta es la actual crisis en las relaciones internacionales.
Un punto de inflexión fue la desilusión que se sintió en EE-UU durante la primera década de los años 2000. La inclusión de China en el juego económico internacional debía facilitar una transformación flexible del régimen hacia el modelo liberal celebrado en Occidente, una versión moderna del comercio suave tan querido por Montesquieu. China ciertamente se ha fortalecido, y violentamente, al convertirse en el fabricante mundial, socavando el empleo y el tejido industrial de la mayoría de los países, pero sólo para renacer en su esplendor imperial. En muchos sectores industriales, ahora muestra una clara ventaja sobre los países occidentales. Cada año, sus universidades gradúan a 3,5 millones de licenciados solo en disciplinas científicas (STEM), tantos como los que se gradúan en los EE-UU en todas las disciplinas. (Se observa que los jóvenes de los países autocráticos no se arriesgan mucho a estudiar ciencias humanas o derecho[2]. Los líderes chinos consiguen que se olvide su autoritarismo mediante una verdadera galvanización de sus élites en torno al objetivo de superar a EE-UU en todas las áreas.
Y ahora China es seguida por países que antes no estaban alineados, como Brasil, Turquía e India, que tampoco ven razón alguna para seguir los pasos de EE-UU. Estos países saben que sus ingenieros ahora se comparan con los de California, mientras que solo les pagan el salario de un trabajador estadounidense no cualificado, una ventaja que pretenden aprovechar.
El golpe es duro para EE-UU, y la herida de orgullo aún más severa. Es esta preocupación muy real a la que Trump quiere dar una salida política. Sería, por tanto, un error interpretar su éxito político hasta la fecha únicamente desde la perspectiva interna de un rechazo populista al modelo liberal elitista. Expresa principalmente el profundo movimiento por el que EE-UU, casi en contra de su voluntad, se ve llevado a adoptar este molde «posneoliberal» de relaciones que se han vuelto más imperiales y, por tanto, más amenazantes para ellos. Parafraseando a Lenin, el mercantilismo, o soberanismo, seria la fase superior del neoliberalismo. La ironía es que Trump, tras constatar que China no converge con el modelo liberal, parece decidir una convergencia en la dirección opuesta: de EE-UU a China, lo que explica que la movilización emprendida sea tanto cultural como política o económica. Hasta en su fascinación por Xi Jing Ping, parece como si China definiera ahora las reglas del orden político y económico internacional, una perspectiva que no es necesariamente falsa.
¿Esta amenaza empujaría a EE-UU a juntar sus aliados en torno a él? No es el caso. Trump tiene una visión cruda de la política de poder, que consiste en ganar puntos donde puede y, por lo tanto, principalmente en los objetivos más fáciles, tal vez con la idea de que estos primeros triunfos lo fortalecerán mañana frente a los países hostiles. Estos últimos están acostumbrados a la confrontación y ciertos argumentos no les impresionan. Por ejemplo, son por naturaleza insensibles a la amenaza de sacar el paraguas militar. Por esta razón, el bullying de Trump, por retomar este término estadounidense, comenzó con México y Canadá. Durante su primer mandato, Trump rompió el acuerdo comercial conocido como NAFTA entre los tres países para establecer un acuerdo llamado USMCA, una oportunidad para fanfarronear sobre su talento para negociar un acuerdo «por fin ganador» para EE-UU. Ahora habla de ello como un puro chantaje. Europa vendrá en una segunda etapa. Se percibe como potencialmente imperial si logra unirse, pero también como testimonio de un gobierno por norma y consenso que Trump aborrece. El trato que los líderes europeos reciben hoy con asombro de los EE-UU no difiere mucho del que reciben desde hace mucho tiempo los países latinoamericanos.
El desmantelamiento de la US Aid es un mensaje claro para el mundo. EE-UU no renuncia a toda la ayuda pública al desarrollo, pero quiere convertirla en un instrumento de poder frontal, hard en lugar de soft, condicionado a beneficios a cambio: comprar productos estadounidenses, armarse con productos estadounidenses, alejarse de las potencias hostiles a EE-UU, etc. Prefigura una centralización radicalmente nueva del ejecutivo. Trump quiere cerrar un debate que siempre ha sido intenso en EE-UU (y en muchos países), a saber, la autonomía que debe darse a las agencias públicas independientes. Se trata de desmembramientos del poder ejecutivo, una especie de cuarto poder, que nacieron durante la presidencia de Roosevelt para proteger ciertas competencias estatales de los vaivenes de la política: la moneda, la competencia, la salud, la inteligencia y el espionaje en el caso de la CIA, etc. (Sunstein, 2025). Se cuestiona legítimamente el control democrático de tales entidades, pero hoy en día, lo que está en juego no es la democracia, sino el refuerzo del poder de Trump, por parte de un líder que declara poder estar por encima de las leyes si se trata de salvar al país, siendo él el único con derecho a decir de qué hay que salvarlo.
Del «privilegio exorbitante» a la «carga exorbitante»
Este trasfondo debe tenerse en cuenta para comprender la estrategia económica de Trump. Se aplicará principalmente en el frente exterior. Algunos comentaristas optan por abordarlo a través del tema de los aranceles, que ahora domina la actualidad. Pero hay un aspecto anecdótico sobre ellos que nos lleva a no exagerar su papel. De hecho, la decisión sobre un arancel en los EE-UU es competencia exclusiva del ejecutivo y así evita un complicado paso por el Congreso, lo que cualquier impuesto normalmente requeriría. Trump puede jugar con ello como quiera y aparentar tener las riendas del mundo.
El punto principal es este. El orden financiero internacional se construyó al final de la Segunda Guerra Mundial sobre una posición asimétrica, aceptada por todos en ese momento por las ventajas que se obtenían de ella. EE-UU, potencia financiera indiscutible, proporcionaba el dólar como instrumento de intercambio y liquidez para el comercio. Ofrecía su plaza financiera como lugar de acogida, incluso de refugio, de los ahorros mundiales, lo que fue posible tras la liberalización financiera de los años 80 en la mayoría de los países. Esta posición especial del dólar era, y sigue siendo, una fuente de ingresos financieros muy importante: producirlo cuesta poco más que anotar un crédito en el balance de un banco estadounidense, mientras que el país que lo compra para sus necesidades de liquidez lo paga debidamente con bienes y servicios que debe exportar a EE-UU o mediante la cesión de sus propios activos financieros o industriales. De igual modo, la hegemonía financiera permitía pedir préstamos a bajo costo – un ahorro de entre 50 y 60 céntimos de tipo de interés según un estudio algo antiguo de McKinsey (2009) – y, en su caso, reinvertir parte en inversiones directas en el extranjero, a través de las grandes multinacionales del país, con una mayor rentabilidad financiera. Se generaba un margen financiero similar al de un hedge fund que utiliza el apalancamiento de la deuda (Gourinchas-Rey, 2007). Este conjunto de ventajas, que Giscard d’Estaing denunció como un «privilegio exorbitante», era —y sigue siendo en menor medida— un elemento importante del hard power estadounidense: al controlar el sistema financiero, EE-UU dispone de una herramienta formidable si quiere aislar financieramente a un país, un banco o una empresa bloqueando los flujos bancarios. Europa lo experimentó cuando quiso hacer negocios con Cuba o Irán. Trump ve perfectamente el giro estratégico que le da esta ventaja.
Finalmente, la prosperidad y el dinamismo de la economía hacen que la rentabilidad del capital sea mayor en EE-UU que en la mayoría de los países, lo que naturalmente atrae capital. Tenemos una indicación de ello a partir de este cálculo realizado por el autor a partir de los datos de la balanza de pagos de EE-UU. Muestra que la inversión directa extranjera en acciones de este país es, en el período 2012-2023, más rentable que su equivalente desde EE-UU hacia el extranjero: respectivamente 7,8 % frente a 3 % sobre la base de dividendos y utilidades no repatriados.
Pero la contrapartida, casi de naturaleza contable, debe ser bien entendida. El sector privado estadounidense tiene menos necesidad de ahorrar ya que el extranjero lo hace por él. El sector público tiene más capacidad para endeudarse en lugar de recaudar impuestos, ya que le gusta al extranjero invertir en bonos del Tesoro de EE-UU. Por lo tanto, el país gasta más de lo que ingresa, es decir, más de lo que produce. La balanza comercial se vuelve estructuralmente negativa. La cifra parece moderada, un 3 % del PIB, pero es enorme en términos de cantidad dado el peso del PIB estadounidense[3]. Hay que remontarse a mediados de los años setenta para encontrar una cuenta corriente positiva, cuando los mercados financieros empezaban a liberalizarse en algunas partes del mundo y el patrón oro terminó. Este déficit se amplió con mayor facilidad porque la dominación financiera ejercía una presión continua para un dólar alto, es decir, para precios bajos en dólares para las importaciones y altos en divisas extranjeras para las exportaciones.
Por lo tanto, hay que leer la balanza comercial de EE-UU con otros ojos. Este país presta de hecho un doble servicio al resto del mundo: liquidez en su calidad de exportador de la moneda de cambio (el dólar); y seguridad o garantía, al producir y exportar los activos seguros (safe assets) que son los bonos del Tesoro (a los que hay que añadir desde hace algunos años las acciones emitidas por las grandes empresas tecnológicas de California). Pero estos flujos, en lugar de figurar en la balanza comercial, están ocultos en las líneas financieras de la balanza de pagos. Con esta corrección, la carga que las relaciones comerciales supondrían para EE-UU parecería mucho menos pesada[4].
Este equilibrio está sometido hoy a tensiones extraordinarias. En primer lugar, a nivel interno, porque exportar activos financieros en lugar de bienes hace que viva más Wall Street que el little guy de Illinois, según la expresión de Steve Bannon, sobre todo si los productos importados se hacen a expensas de los empleos locales. La gran mayoría de los economistas consideran que el balance general de las relaciones comerciales de EE-UU les es favorable. Destacan la muy baja tasa de desempleo, la vitalidad de su sector de servicios y un nivel de innovación y productividad que es el más alto de los países desarrollados. Y esto a pesar de, o quizás gracias a, las importaciones que permiten al país especializarse en productos de alto valor añadido.
Pero un estudio reciente (Autor et al., 2021) ha matizado este punto de vista. A partir de un análisis muy detallado de las implantaciones industriales, muestra la magnitud de algunas pérdidas de empleo cuando se mira a nivel local. Y esto está directamente relacionado con lo que allí se conoce como el China shock. Una fábrica está anclada en una ciudad que se puede ubicar en el mapa y, si el competidor chino barre lo que produce la fábrica, la localidad y su mercado laboral se ven afectados. El estudio citado muestra además que los empleos perdidos no fueron seguidos por un aumento de la tasa de desempleo ni de salidas de la población afectada hacia regiones más dinámicas (contrariamente a la imagen que tenemos de los trabajadores estadounidenses, muy nómadas). Han empujado a la salida del mercado laboral y al aumento de la proporción de inactivos en la población local, con los daños psicológicos y sociales que conlleva. Si bien es demagógico atribuir la crisis del fentanilo a la introducción de esta droga por los chinos, la responsabilidad de China se refleja indirectamente en su desempeño exportador. En cuanto a las herramientas clásicas del Estado del bienestar para amortiguar el impacto, resultan electoralmente ineficaces: la gente siempre prefiere un trabajo y la inclusión social que este trabajo aporta a una prestación por la pérdida del empleo.
Y, sobre todo, el exportador, China o México, e incluso la India, que quiere tener su lugar en el sector de los servicios, construye conocimientos industriales, empleos de ingenieros e innovaciones a través de su comercio con EE-UU. De modo que el juego, y la relación de fuerzas, se invierten: tener el monopolio de las baterías eléctricas es para China una ventaja de poder casi tanto como el dominio de Wall Street sobre las finanzas mundiales. Aquí se reformula la famosa parábola del amo y el esclavo, en la que, gracias al dominio del trabajo y la industria, los papeles acaban intercambiándose.
En la visión de Trump, el privilegio exorbitante se ha convertido en una carga exorbitante, de la que se beneficia una China neoimperial y, sin demasiada discriminación, todos los demás países. Hasta la fecha, Trump ha logrado que su base soberanista y la derecha republicana compartan esta concepción.
La contraofensiva imperial
El camino elegido por Trump para contraatacar es a la vez muy arriesgado, confuso y contradictorio. Veamos por qué tiene pocas posibilidades de alcanzar el objetivo que se propone, a saber, reindustrializar América mediante la eliminación de los superávits comerciales que los países puedan tener con EE-UU.
El primer obstáculo es que la baja tasa de ahorro de este país es un elemento duradero, anclado en los comportamientos. Se ahorra poco y no se quieren pagar impuestos (lo que lleva a un ahorro público negativo)[5]. El resultado, como se ha dicho, es un déficit estructural del comercio exterior. La inercia es muy fuerte y la inercia del socio chino seria igual de fuerte si tiene que reorientar rápidamente su herramienta productiva hacia el bienestar consumista de su población reduciendo su tasa de ahorro. Por ejemplo, si mañana China duplicara sus importaciones de soja o la UE duplicara sus importaciones de gas licuado de EE-UU, el ingreso nacional estadounidense aumentaría, pero, dada la rigidez de la tasa de ahorro, también lo harían los gastos, dejando el saldo exterior prácticamente sin cambios. Lo hemos visto con la revolución energética del gas de esquisto: EE-UU, importador, se ha convertido en exportador neto de energía fósil, lo que en sí mismo es un gran impacto geopolítico y una ventaja considerable en manos de Trump, de ahí su insistencia en fortalecerlo. Sea dicho al paso, el déficit exterior ha aumentado. Sea dicho de paso, las compras extranjeras de energía fósil ayudan más a Texas que a las regiones industriales actualmente en crisis.
En segundo lugar, surge un dilema difícil, relacionado, como hemos visto, con el fuerte apetito de los extranjeros por el dólar. Reducir las importaciones significa, en cierto modo, reducir las exportaciones de dólares. Sin embargo, gran parte del hard power de EE-UU se basa en esta «sobrexportación», en el hard power dólar que Trump quiere mantener. La prueba es que amenaza con su ira a los países amigos que abandonen el dólar como moneda de pago. Es querer eliminar el efecto y preservar la causa.
En otoño de 2024 se publicó un artículo muy documentado sobre cómo escapar de este dilema. El autor, Stephen Miran, economista y gestor de fondos, se convirtió inmediatamente en una estrella por ser el único economista pro-MAGA en plantear de forma articulada la nueva estrategia. Describe fielmente el paso del «privilegio» a la «carga» y los medios que, en su opinión, hay que utilizar para salir de ella (Miran, 2024). Desde entonces, Trump lo ha nombrado jefe del Comité de Asesores Económicos de su gobierno.
¿Qué medios ve? El primero consistiría en empujar a China y a la UE a revaluar sus monedas frente al dólar, mediante una fuerte subida de sus tipos de interés y la venta de dólares por parte de sus bancos centrales. Esto recuerda a los acuerdos del Plaza de 1985, en los que EE-UU y algunos países europeos impusieron una fuerte revaluación del yen a un Japón cuyas exportaciones triunfaban. Por lo tanto, se necesitaría un nuevo Plaza, al que ya se le ha dado un nombre: el acuerdo de Mar-a-Lago. Pero es difícil que China acate la orden. Considera peligroso frenar de golpe el motor de las exportaciones en la incierta coyuntura a la que se enfrenta. También ha observado hasta qué punto la concesión hecha por Japón ha contribuido a sumir al país en un largo período de deflación y crecimiento en declive. La UE resistirá de la misma manera, sabiendo que ya sufre hoy una fuerte desventaja en términos de rendimiento económico. Y la arrogancia de la demanda empuja a la gente a rebelarse en lugar de someterse.
Entonces, a la administración Trump le quedaría por su cuenta jugar con la depreciación del dólar. Esto se puede hacer de dos maneras: bajando drásticamente los tipos de interés y, por tanto, el atractivo de invertir en esta moneda. Pero esta variable es competencia de la FED, el banco central del país, que mantiene su independencia hasta nuevo aviso y que actuará con extrema prudencia si considera que las medidas conllevan el riesgo de que repunte la inflación. Poner en orden la FED, como se rumorea en los círculos cercanos a la Casa Blanca, anunciaría una mayor incertidumbre jurídica y política. Otra opción, pero que requiere el visto bueno del Congreso, utilizar el arma fiscal, como una tributación diferenciada de las inversiones de cartera en EE-UU según procedan del extranjero o del interior (Raskolnikov-Steil, 2025) o incluso un impuesto sobre las inversiones en dólares de los bancos centrales extranjeros. Se quiere disuadir a los inversores extranjeros de realizar inversiones de cartera en dólares, al tiempo que se les anima a utilizar cada vez más el dólar para sus intercambios exteriores. El camino es estrecho.
¿Qué pasa con el déficit presupuestario?
Sorprendentemente, Stephen Miran no menciona una tercera vía. Se trataría de que el Congreso decidiera una fuerte reducción del déficit presupuestario, lo que limitaría la oferta de bonos del Tesoro, haría bajar los tipos de interés (que varían en sentido inverso al precio de los bonos) y, por tanto, el costo de financiación de las empresas. Es como si el déficit público fuera el resultado pasivo de la voluntad de los inversores de comprar bonos del Tesoro estadounidense, en lugar de la dejadez o la crispación ideológica de los miembros del Congreso. Reducir el déficit, Trump se está esforzando por hacerlo siguiendo la inclinación natural del Partido Republicano, es decir, reducir los gastos una y otra vez. Para ello, ha puesto a Elon Musk al mando, tal vez para romper, con la ayuda de la impopularidad, sus veleidades políticas. Se duda de que esto vaya muy lejos si se respeta la promesa electoral de no tocar los gastos sociales.
En realidad, es fácil reducir el déficit público si se actúa en el ámbito de los impuestos. EE-UU es rico y los impuestos siguen siendo muy bajos (29 % del PIB frente al 38% en la UE), por lo que un esfuerzo fiscal relativo puede arreglar las cosas. Como prueba, Clinton lo hizo durante su doble mandato: el saldo público pasó de -4,5 % a +2,3 % del PIB entre 1993 y 2000, aunque este esfuerzo no estuvo exento de un daño social que le costó caro electoralmente a la Partido Demócrata[6]. Hoy, Trump pretende hacerlo mediante un fuerte y generalizado aumento de los aranceles.
La saga de los aranceles
De hecho, el anuncio hecho durante el Liberation Day a principios de abril sorprendió por su magnitud: aranceles básicos del 10 %, salvo que se establezcan los llamados «aranceles recíprocos» en el sentido de que afectan específicamente al país exportador. Los países asiáticos se ven especialmente afectados: China, con aranceles fijados en un total del 54 % e incluso del 65 % si no se eliminan algunos aranceles ya existentes. Pero también el 26 % para la India, el 24 % para Japón y un 20% para la UE. México y Canadá parecen estar a salvo solo porque ya soportan aranceles del 25 % sobre muchas exportaciones. Los otros países de América latina con el 10%.
Un nivel de aranceles tan elevado provocó un pánico en los mercados financieros, lo que obligó a Trump a dar marcha atrás. Los derechos recíprocos están suspendidos durante tres meses, excepto en el caso de China, a la que, por el contrario, se le impusieron derechos adicionales, de hasta el 104 %. Tácticamente, el riesgo que corre Trump al subir y luego bajar los aranceles es perder su credibilidad y anunciar al mundo que retrocederá si los mercados financieros están en su contra.
Si al final de los tres meses, los aranceles recíprocos reaparecen, la tasa arancelaria efectiva media llegara al 24 % (The Economist, 3 de abril de 2025), superando el pico de 1940, tras la ola proteccionista que EE-UU había desencadenado en los años treinta, ola considerada culpable de haber acentuado la Gran Depresión de esta época. Aplicado a las importaciones, que representan el 14 % del PIB estadounidense, los ingresos fiscales alcanzarían casi el 3 %, un nivel capaz de eliminar la mitad del déficit público actual.
Nunca será así. De hecho, estamos evolucionando entre dos extremos, sobre los cuales la retórica de Trump sigue siendo extremadamente vaga y oscilante.
En el primer extremo, las importaciones no disminuyen. El efecto presupuestario es entonces completo, pero se registra un aumento muy fuerte de la inflación importada, un tema electoral que se ha vuelto prominente dada la forma en que Trump ha llevado a cabo su campaña. El bien importado es más caro, y muy pronto el productor del bien local que estaba en competencia aprovecha este respiro para subir sus precios[7]. Como al final los bienes importados se destinan al consumo, los aranceles actúan como un impuesto al consumo, similar al IVA, excepto que gravan la totalidad del producto y no solo su valor añadido, cuando Trump decía que nunca va a aumentar los impuestos. El efecto es recesivo sobre el consumo y la actividad, lo que anula la ganancia tributaria inicial. Además, a medida que los aumentos de precios se extienden por toda la economía, la ganancia de competitividad obtenida se desvanece gradualmente, según un mecanismo que a menudo se observa durante una devaluación[8].
Finalmente, sabiendo que cualquier amenaza de inflación normalmente provoca un aumento de los tipos de interés por iniciativa del banco central o por simple reacción de los inversores en bonos preocupados por proteger su patrimonio, se observa una presión al alza sobre un dólar que se ha vuelto más atractivo y que, de nuevo, hace perder la competitividad adquirida[9].
Stephen Miran sostiene que las medidas proteccionistas adoptadas durante el primer mandato de Trump no fueron inflacionistas. Pero esto solo fue posible porque el dólar se había apreciado considerablemente frente al renminbi chino, anulando el efecto de los aranceles, probablemente como consecuencia de las intervenciones del Banco de China, preocupado por no afectar demasiado a sus exportaciones. Porque todo lo anterior solo tiene sentido si se omiten las represalias por parte de los socios comerciales. Se entra en un juego estratégico en el que todos acaban disponiendo de las mismas herramientas de ataque y defensa. Es más fácil iniciar una guerra comercial que detenerla.
El difícil retorno de la producción manufacturera local
En el segundo extremo, las importaciones disminuyen considerablemente y la producción local las sustituye, incluso por parte de empresas extranjeras que consideran más rentable invertir en el país para vender allí sus productos. Pero tal sustitución es, en el mejor de los casos, un proceso lento y costoso. Solo en una economía de guerra se pueden reasignar rápidamente las fuerzas productivas de un país mediante una planificación autoritaria. En este caso, sería necesario deshacer las cadenas de valor que integran a múltiples países, incluidos el propio EE-UU[10]. Y esta sustitución suele ser antieconómica porque consume recursos que la economía estadounidense emplearía mejor en otras actividades, en las que ya es poderosa y exporta fuertemente. Se crearían empleos, pero otros, más vitales para la economía, no.
La realidad se situará muy probablemente hacia el primero extremo, con un importante efecto inflacionista que conduce en gran medida a un callejón sin salida, como hemos visto. Lo más curioso de este debate es la relación que se quiere establecer entre los aranceles y la balanza comercial. No existe tal relación. Es el conjunto de las relaciones comerciales lo que hay que juzgar. Cuando compro mi pan al panadero, le doy mi dinero y tengo un déficit comercial con él. Pero tengo un superávit comercial con mi empleador a quien le vendo mis servicios laborales por dinero. Incluso suponiendo, por ejemplo en el caso de México, que unos aranceles más elevados sobre este país ayuden a reducir el superávit comercial que tiene con EE-UU, eso significaría menos dólares comprados, más pesos vendidos y, por tanto, una depreciación del peso frente al dólar, lo que eliminaría parte del efecto de los aranceles sobre la competitividad.
¿Es esto tan favorable para el electorado populista?
Una última dificultad podría surgir, esta vez en la parte populista del programa económico. Como impuesto sobre el consumo, los aranceles pesarán (al igual que el IVA) de manera desproporcionada sobre las clases medias y pobres justo cuando se someterá a votación en el Congreso una ley fiscal que renueve la ya mencionada de 2017, que mantiene o incluso refuerza las rebajas de impuestos a los ricos. Según lo que se filtra del Congreso sobre este tema, representará una reducción de US$ 1.000 para el ingreso medio, pero de US$ 70.000 para el 1 % más rico. Al mismo tiempo, las estimaciones realizadas sobre la pérdida de poder adquisitivo inducida por los aranceles anunciados —en aquel momento solo se hablaba de un nivel del 10 %— varían entre 1200 y 2000 dólares para la renta media (véase la entrevista con la economista Kimberly Clausing en Klein, 2025).
Por lo tanto, los aranceles anunciados pertenecen probablemente más al ámbito de la amenaza que a una medida estratégica. Tenemos una pista a considerar que se trata de aranceles «recíprocos». El vino exportado de Chile a EE-UU estará gravado con un 10 %, mientras que el procedente de Italia lo estará con un 20 %. Esto es contrario a cualquier regulación estable y sostenible del comercio internacional, en el que los derechos están vinculados a los productos y no a los proveedores. Pero, tácticamente, permite ejercer una presión específica sobre cada país, aprovechando además su división (a Chile le basta con volverse de repente más competitivo que Italia).
Un activismo vejatorio, peligroso y con bazas desatendidas
EE-UU ya no se reconoce en un mundo en el que han surgido nuevas potencias económicas y políticas, autocráticas además, y que, en el caso de China, les han alcanzado en muchos ámbitos industriales y, en el futuro, militares. Basta con echar un simple vistazo a la historia para ver cómo, a partir de ahí, las cosas pueden degenerar.
El fenómeno Trump nació de esta angustia, pero data de mucho antes. Barack Obama ya había reorientado la política exterior del país hacia el containment de China, después de la desastrosa presidencia de Bush, que había dispersado las fuerzas y el crédito del país en guerras costosas y desastrosas para las regiones afectadas.
Pero la opción que Trump ha elegido es a la vez brutal y peligrosa. Se basa, en primer lugar, en una sobreestimación de la capacidad de coerción de EE-UU. El país ya no puede jugar solo contra todos, mientras que las potencias a las que se opone tienen ahora un peso económico, demográfico y de innovación que las sitúa, en algunos ámbitos, a su par.
También es muy arriesgado no priorizar los objetivos, reuniendo primero a sus seguidores y reclutándolos para la causa. La agresividad desordenada que prevalece en la Casa Blanca conduce, por el contrario, a acercar a potencias —Europa, China o India— que están lejos de tener los mismos intereses.
Además, se está pasando por alto un hecho histórico importante. La dominación estadounidense ha tenido su parte de violencia, pero también ha sabido utilizar el soft power para seguir siendo atractiva. Las élites de todo el mundo siguen fascinadas por la cultura y la vitalidad de este país. « US go home, but take me with you », era el chiste que se oía frecuentemente. Ahora, la ofensiva unilateral de Trump está indignando a la opinión pública de los países amigos. El daño es enorme. Canadá estaba a punto de llevar al poder a un partido conservador pro-Trump. La falta de pudor que ha demostrado confirmará, con toda probabilidad, el poder del Partido Liberal en las próximas elecciones, con un Mark Carney francamente hostil a él como primer ministro. Europa ahora acepta que debe hacer un esfuerzo financiero mucho mayor para su defensa nacional. Era la oportunidad soñada para que EE-UU desarrollara aún más su industria de exportación de armas. Pero ver a su gran aliado convertido en un país tan agresivo e impredecible exige a Europa una prudencia estratégica y, por tanto, la construcción de una industria local poderosa. En lo que se anuncia como una fragmentación por bloques del espacio político mundial, Europa puede tomar conciencia de que, a diferencia de China, solo dispone de una autonomía muy limitada en lo que respecta a industrias tan estratégicas como la de los medios de pago (Visa, Mastercard) o las redes sociales. Las medidas de represalia podrían dirigirse de manera útil a estas industrias de servicios. Lejos de abrirse a los estadounidenses, algunos mercados se cerrarán.
Tanto el método como el instrumento elegido, los aranceles, son contraproducentes. Debemos reconocer que el libre comercio, cuyo mérito recae en gran medida en el orden económico que los EE-UU establecieron al final de la guerra, ha logrado sacar de la pobreza a una parte importante de la población mundial, especialmente en Asia. Esto no ha estado exento de presiones sobre los países para que adopten políticas favorables al mercado y la apertura de sus fronteras. Algunas instituciones internacionales, como el FMI, la OMC, la OCDE o el Banco Mundial, habían sido los instrumentos. Pero se tardó en darse cuenta de que el proceso era muy rápido, lo que limitaba la capacidad de otras regiones del mundo para adaptarse a este cambio importante y les hacía sufrir un costo social desestabilizador.
Aquí encontrarnos el debate habitual sobre el libre comercio, pero que, en este caso, debe tener en cuenta que, de alguna manera, el daño ya está hecho en los EE-UU; los empleos manufactureros poco cualificados han desaparecido en gran medida y será extremadamente difícil que vuelvan mientras existan diferencias salariales con algunos países extranjeros de una magnitud que supera con creces un arancel del 24 %. Y, de todos modos, las tecnologías ya no son las mismas, con un nivel de productividad que no permite crear el volumen de trabajo anterior. Por otra parte, es incomprensible para los países llamados no alineados ver cómo Occidente, después de haber utilizado tanto los argumentos del libre comercio y, a veces, haberlos impuesto por la fuerza, se aparta de ellos en un momento en que el juego ya no le es tan favorable.
Un enfoque más fructífero seria invertir fuertemente en los sectores económicos del mañana. Esa fue la elección política que hizo la administración Biden con su ley llamada IRA, derogada por Trump. Esta elección no estuvo exenta de críticas en cuanto a su ejecución (Furman, 2025) y no se alejó completamente del proteccionismo, ya que utilizó importantes subvenciones, algo que se le reprocha a China. Pero es un paso obligado si el país considera que se ha quedado atrás en algunos sectores industriales. EE-UU, dejando a un lado todo orgullo, no descartaría pedir a China lo que China les pidió hace treinta años, es decir, dar la bienvenida a las empresas chinas para que vendan sus productos en el mercado estadounidense, con la condición de que produzcan en el país y que su tecnología esté disponible. Bidcn no llegó tan lejos, por supuesto.
Lamentablemente, EE-UU elige otro camino. Hace inoperantes y desacredita a las instituciones internacionales mencionadas anteriormente en el momento en que estas ampliaban útilmente su campo de visión y matizaban lo que se llamaba el «consenso de Washington». Por imperfectas que sigan siendo, sobre todo debido a una gobernanza demasiado monopolizada por los países occidentales, siguen siendo los únicos lugares donde se pueden encontrar acomodos y compromisos. Es el orden político internacional el que está amenazado. La termodinámica nos dice que se necesita muy poca energía para crear desorden, y mucha para reconstruir un nuevo orden. El cambio de época es peligroso.
Referencias
Autor, David, David Dorn y Gordon Hanson, 2021, On the persistence of the China shock, Brookings Papers on Economic Activity.
Douthat, Roos, «Steve Bannon on ‘Broligarchs’ vs. Populism», New York Times, 31 de enero de 2025.
Friedberg, Aaron L., 2024, Stopping the Next China Shock. A Collective Strategy for Countering Beijing’s Mercantilism, Foreign Affairs, septiembre/octubre.
Furman, Jason, The Post-Neoliberal Delusion and the Tragedy of Bidenomics, Foreign Affairs, marzo/abril de 2025.
Gourinchas, Pierre-Olivier y Hélène Rey, 2007, International Financial Adjustment, Journal of Political Economy, 2007, 115 (4), 665-703.
Hirschman, Albert O., 1945, National Power and the Structure of Foreign Trade, University of California Press.
Klein, Ezra, Why Trump’s Tariffs Won’t Work. Entrevista con Kimberly Clausing, New York Times, 12 de marzo de 2025.
McKinsey Global Institute, 2009, An exorbitant privilege? Implications of reserve currencies for competitiveness, Documento de debate, diciembre.
Miran, Stephen, 2024, A User’s Guide to Restructuring the Global Trading System, Hudson Bay Capital, noviembre.
Raskolnikov, Alex y Benn Steil, 2025, Una herramienta mejor para contrarrestar las prácticas comerciales desleales de China. Poner fin a la ventaja fiscal para los inversores chinos en los mercados estadounidenses, Foreign Affairs, 19 de febrero.
Sunstein, Cass R., 2025, This Theory Is Behind Trump’s Power Grab, The New York Times, 26 de febrero.
The Economist, Trump takes America’s trade policies back to the 19th century, 3 Abril 2025.
[1] Remitimos al lector a su entrevista en el muy liberal New York Times (Douthat, 2025), donde se recuerdan con fuerza los temas populistas.
[2] En MAGA y el impulso anti-woke hay un odio hacia todo lo que es humanidades en los planes de estudios universitarios.
[3] El déficit es casi idéntico para la balanza por cuenta corriente, que añade a los flujos de bienes y servicios los ingresos de la propiedad (dividendos e intereses pagados) y del trabajo.
[4] Si este déficit fuera insostenible, se registraría una presión constante a la baja del dólar. No es el caso y no hay, como algunos indican, un mal funcionamiento en el mercado de divisas.
[5] La tasa de ahorro de los hogares ha estado en torno al 5 % durante los últimos 25 años. En Francia, se ha situado en torno al 15 % durante el mismo periodo.
[6] Otra decisión electoralmente mortal tomada por el Partido Demócrata se debe a Obama. En 2008, tras la crisis de las hipotecas basura, Obama se negó a ayudar a los hogares estadounidenses muy endeudados con sus viviendas, a pesar de que el valor de estas se había desplomado. Al mismo tiempo, Obama tendió la mano a los banqueros que habían provocado la desgracia rescatando sus bancos con fondos públicos. Steve Bannon, en la entrevista citada, señala esta negativa como un momento crucial en el aumento del resentimiento populista.
[7] El importador en EE-UU puede ajustar a la baja su precio de venta para amortiguar el efecto del derecho sobre el precio al consumidor, pero nunca en una proporción del 20 %.
[8] Los aranceles tienen efectos similares a los de una devaluación del dólar, ya que encarecen las importaciones frente a la producción nacional. Serían incluso completamente equivalentes si se les asociaran subvenciones a la exportación. El único diferencia es que los aranceles llenan las arcas del Estado, mientras que las subvenciones las vacían.
[9] La reciente y fuerte caída del dólar se debe a la previsión de los mercados financieros de que la coyuntura de EE-UU se verá más afectada que la de otros países. Es prudente alejarse de los activos en dólares, excepto de los títulos del Tesoro de EE-UU.
[10] De este modo, la fabricación de un producto que forma parte de una larga cadena de valor, como es el caso de algunas piezas de recambio de automóviles, puede cruzar varias veces las fronteras, especialmente las de Canadá y México, acumulando así los derechos de aduana. Resulta más barato no producirlo localmente y pagar los derechos de aduana una sola vez. El gobierno se ha dado cuenta en parte de esto al imponer a Canadá y México aranceles más bajos que a otros países, debido a su mayor integración.
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